Considerado uno de los más grandes actores del cine, la variedad de personajes encarnados le han hecho merecedor de apodos como "El Camaleón" o "El hombre de las mil caras". No es cierto porque, en realidad, Robert Anthony De Niro apenas tiene dos: la poderosa, inconfundible y, muchas veces, incontrolable cara cinematográfica y otra, mucho más desconocida y esquiva, que es la privada.
Porque De Niro, el actor de los dos Oscar, las siete candidaturas y algunas de las mejores películas que hayamos visto, es quizá la estrella menos luminosa de todo Hollywood. Hijo único, Leo y recién cumplidos los 70 años (los celebra este 17 de agosto), De Niro es un fantasma para la prensa sensacionalista, una pesadilla para los entrevistadores y un enigma para el gran público. Se saben, claro, cosas de él, porque cuarenta años en la cima dan para mucho: nació en el barrio de Little Italy, en Nueva York (ciudad que ama, y en la que siempre ha vivido). Sus padres eran artistas.
Tiene seis hijos con tres mujeres distintas. Y, aunque nunca nadie se atreverá a preguntárselo, se sabe de su debilidad por las negras: todas sus esposas, y beldades como Naomi Campbell, pueden certificarlo.
Esquivo y expansivo a la vez
¿Suficiente? Mucho más que eso. A menos que lo tengas delante y, durante unos minutos, tengas que intentar arrancarle alguna información novedosa. De Niro es famoso por su odio a las entrevistas, sus monosilábicas respuestas y la larga lista de preguntas que, sus asistentes avisan, están vetadas, referentes a temas tan variopintos como su familia, la religión o su gusto por determinados vinos (por cierto: es un gran bebedor de Martini).
Aunque frente a una cámara ha recorrido y mostrado casi todas las emociones humanas, De Niro se rige por una máxima: "Es importante no ser demasiado evidente. La gente intenta disimular siempre sus sentimientos". Una regla, se supone, para sus trabajos cinematográficos, y por lo que parece también para su propia existencia.
Sin embargo, De Niro también sabe ser expansivo. No sólo lo ha sido en muchas películas, sobre todo las de las últimas décadas, donde acostumbra a la sobreactuación: también es un activo hombre de negocios, un neoyorquino comprometido y, de eso tampoco se habla, un exenfermo de cáncer.
Así es: en 2003 se sometió a una cirugía para enfrentarse a un tumor de próstata del que, por suerte, parece no haber después novedad. Sí las hay, en cambio, respecto a sus restaurantes (desde los chuletones en el Tribeca Grill neoyorquino al sushi del Nobu, con locales en la Gran Manzana y Londres) o sus denodados esfuerzos por relanzar ese barrio de Manhattan, Tribeca, que le llevaron a asentar ahí su productora (TriBeCa) y hasta crear un festival de cine.
No demasiado alto (mide algo menos de 1,75) y de piel clara (en su barrio, de niño, le llamaban Bobby Milk), De Niro descubrió la actuación con solo 10 años, al dar vida al león cobarde de El Mago de Oz en una función escolar. Desde entonces, no ha parado: pasó por la escuela de Lee Strasberg y se empapó de su método, admiró a leyendas como Marlon Brando, Montgomery Clift o Robert Mitchum y, por supuesto, tuvo la suerte de cruzarse en el camino con Martin Scorsese, que en 1973 le dio su primer papel llamativo: el de Johnny Boy en Malas Calles.
El más grande de los años setenta y ochenta
El resto es historia. En los siguientes quince años participó en algunas de las mejores películas de la historia, títulos legendarios como El Padrino II, Taxi Driver, Novecento, El cazador, Toro Salvaje o Érase una vez en América, de los que está todo dicho y en los que, no puede ser casualidad, él era un pilar fundamental.
También es historia su carrera cinematográfica, que comenzó con la magnífica Una historia del Bronx y que, hasta ahora, solo se ha continuado con la más que digna El buen pastor. Y, por supuesto, hay más, como su mágica conexión con Scorsese (además de algunas de las películas ya citadas, súmense maravillas como Uno de los nuestros, Casino o El rey de la comedia).
Y sin embargo... Se evaporó la leyenda. No en lo personal, donde De Niro conserva, gracias a su oscuridad, el magnetismo y la magia, pero sí en lo cinematográfico. Porque el seguro de vida, el certificado de maestría, el aura de infabilidad que tenían los proyectos en los que De Niro se embarcaba ("el verdadero talento consiste sólo en saber elegir", afirmaba), se ha perdido.
Por desgracia, le hemos visto en demasiadas malas películas durante las últimas décadas. Verle con unos pechos postizos en Los padres de él; soportarle en bodrios como La gran boda o, simplemente, ver cómo se le regalan candidaturas al Oscar por películas tan tramposas como El lado bueno de las cosas, a años luz de sus mejores trabajos, resulta cuanto menos amargo.
Pero no es difícil recuperar la dulzura y deleitarnos con la miel del mejor cine que jamás se haya rodado. Basta tirar de filmoteca y contemplar la locura en los ojos de su Travis Bickle, estremecernos con la frialdad del joven Corleone de El Padrino II o emocionarnos, contemplando el paso y el poso de toda una vida, a lo largo de infinito e inmenso metraje de Érase una vez en América. Feliz cumpleaños, De Niro. Estuviste en el mejor cine que hayamos visto: ojalá, como regalo de cumpleaños, te lleguen otra vez proyectos que estén a tu gigantesca altura.// 20 minutos (ES)
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